domingo, 25 de noviembre de 2007

Veredas


Se distancian nuestras manos
la muchedumbre nos arrastra
-sin tocarnos ni empujarnos-
por diferentes aceras.

Tere Casas ©2008

jueves, 27 de septiembre de 2007

Aquel viejo hotel



Habitación lúgubre
de un hotel de baja estofa
nos amamos sin pensar
sentimos el fuego latente
en las entrañas.

Ahora

sólo queda el recuerdo
y quizás
unas burlonas paredes grises
sábanas revueltas
y

el vacío


Tere Casas ©2008


domingo, 16 de septiembre de 2007

Ventanal


Mientras el jardín florece
dentro de mí
caen las hojas
adentrándose
un gélido invierno.

Ni el colorido de las flores
mitiga el frío en el corazón.

Tere Casas

miércoles, 27 de junio de 2007

Gloriosa entrega


Sublime sentimiento
abarca cada rincón,
cada pliegue de mi enagua.

Te busco entre la neblina
escucho sólo tu voz
Me llamas....
me deseas....

Corro hacía ti
Dándome...
confiando....
en gloriosa entrega final.

Tere Casas

sábado, 9 de junio de 2007

EL VIEJO GUITARRISTA


De qué me sirve tenerte si no puedo apenas rozar tus delicadas hebras de plata.
De qué me sirve acariciarte día a día si no emites gemido alguno.
Sé que no has dejado de amarme, pero me inquieta éste pesadumbroso silencio.
Ella ha llegado y se ha interpuesto entre ambos…
la parálisis de mis dedos!
Tere Casas

viernes, 8 de junio de 2007

PIEL


Dejando resbalar tus manos por mi espalda

encerrada en el círculo de tus brazos

sólo el disfrute de nuestras pieles.

¿Quedan restos de algún delirio anterior?

Tere Casas

martes, 5 de junio de 2007

EL BIKINI ROSADO





Ambos llevaban poco tiempo conociéndose pero se notaba que existía una cierta atracción. Ese sábado decidieron irse solos a la playa, de esta manera podrían tratarse más.

Viajaron por hermosos parajes y carreteras, entre selváticas montañas. Hablaban sin cesar. A ella le gustaba de él su forma alegre de enfrentar la vida. Tenía un sentido del humor algo sarcástico, pero a ella le resultaba agradable. Él, más primario, le encantaba la chica, poseía un cuerpo estupendo.

Al fin comenzaron a divisar el mar y descendieron por la ladera. Todo les parecía hermoso: los paisajes cada vez más atrayentes, bañados por la radiante luz del sol matutino, la vegetación exuberante con distintas tonalidades de verde, las diferentes dimensiones en las hojas de los árboles, el grosor de los tallos. Podían verse, a lo lejos, las aves que sobrevolaban los pescadores que a esas horas ya regresaban de sus faenas marinas e iban dejando atrás restos de la pesca obtenida.

Llegaron a la playa, algo solitaria aún. Ella feliz de poder mostrarle su bien estructurado cuerpo, dentro de aquel diminuto bikini rosado. Bajaron del automóvil. Se llevaron con ellos una gran toalla. Caminaron por la arena, la cual a esa hora de la mañana aún estaba fresca.

Extendieron la toalla en un lugar apartado y continuaron charlando. Sintiendo el calor del sol, caminaron hacia el mar. Éste se veía tranquilo. Únicamente en la orilla rompían las olas de una forma algo fuerte. Se introdujeron en su calidez y en pocos momentos estaban ya en aguas profundas. Nadaron uno al lado del otro, jugueteando como chiquillos que van al mar por vez primera. Decidieron regresar a la arena. Se separaron y cada uno nadó por su lado.

Cerca de la orilla, cuando ella se ponía de pie, una ola la batió contra la arena del fondo, y al tratar de incorporarse se dio cuenta que el pantaloncillo del bikini rosado se le había deslizado. Así que prefirió seguir sumergida mientras se lo ajustaba. Una vez éste en su lugar, otra ola arremetió contra ella y su bikini, teniendo que proceder a ajustarse de nuevo la pieza. Pero llegó otra ola y luego otra y después otra. Con todo eso, no sólo no conseguía subirse el pantaloncillo, sino que cada vez disponía de menos aire en sus pulmones. En aquella batalla, comprendió que debía, con o sin el bikini, sacar la cabeza y tomar aire o se ahogaría. El mar estaba como enfurecido. En aquella orilla, donde el agua no alcanzaba menos de un metro de altura, la fuerza de las olas le impedían ponerse de pie.

Él dio varias brazadas. El agua tenía una temperatura tan agradable y estaba tan calmada, que decidió nadar un rato, paralelamente a la playa. De regreso a la orilla, la buscó con la mirada, protegiéndose con su mano de los rayos del sol a modo de visera.

La vio a lo lejos, tumbada al sol, cerca de la toalla. Caminó hacia ella. La estampa que ofrecía su torneado cuerpo sobre la arena, con aquel bikini rosado y los rayos solares acariciándola, le hicieron apurar su paso. Iba acercándose. Ya podía distinguir las gotas de agua resbalando despacio entre sus turgentes senos, su vientre plano y sus muslos tersos. Su hermosa cabellera empapada se enroscada alrededor de cara, hombros y brazos. Sus deseos de estrechar entre sus brazos aquella figura imponente y posar sus labios en aquellos otros carnosos, se hicieron apremiantes. Sin embargo, se detuvo por segundos para disfrutar visualmente de la hermosa estampa que ofrecía; parecía una sirena secando sus cabellos al sol. Quería detener el tiempo ante aquella imagen, toda seducción. Se acercó. Se tendió a su lado, reparó que el pantaloncillo de su bikini rosado, estaba algo retorcido, pero sin darle importancia, acercó sus labios a los de ella y comprobó que no le respondía. Abrió los ojos y vio con horror que ella yacía sin vida.



Tere Casas
de su libro "Partículas"
Marzo 2007

EL HELADERO



Este verano debía trabajar pues necesitaba obtener algunos recursos económicos. Lo que sus padres le enviaban no era suficiente para todos los gastos que tenía. Así que decidió hacer la suplencia al heladero. Sólo tendría que ir a la plaza cercana al instituto y vender los helados a los crios que jugaban todas las tardes en el lugar.

Lo que no esperaba él, era ver a esa chica comprar todos los días un helado y degustarlo con tanto esmero. Si la analizaba quizás no era bonita, sin embargo tenía una melena encrespada, un cuerpo bastante aceptable, siempre con buenos escotes, por donde podía apreciarse unos senos firmes y naturales. Podría jurar que no portaba sostén alguno, ya que bailaban alegremente cuando caminaba hacia él. Al llegar pedía siempre un cucurucho de chocolate y limón. Le explicaba ella: El limón arriba para saciar mi sed y el chocolate abajo para apaciguar mi deseo.

Él sonreía y le entregaba el pedido, observándola de cerca. En la frente de ella brillaban gotitas de sudor, entremezcladas con los rizos cercanos a su rostro. Sus ojos que sin ser hermosos eran muy expresivos enmarcados por largas pestañas aterciopeladas. Emitía un olor que le resultaba, como de felino. Era entre dulce y amargo. Quizás fuera como almizcle. Tal vez era su macho cabrio interno, el que detectaba ese aroma. Pagaba el helado y se sentaba enfrente, en uno de aquellos bancos rojos de la plaza. Atrás quedaba la vista de la bahía y el cielo azul. La brisa que llegaba del mar, movía sus cabellos con suavidad, ella los apartaba, de vez en cuando, distraídamente de entre sus labios.

Él no oía la algarabía reinante de los crios jugando y correteando a su alrededor. Tampoco podía escuchar las madres dando instrucciones a sus hijos: "Bájate de ahí." "No tires tierra". "Busca a tu hermana". Únicamente, tenía ojos para ella, que distante, ni se percataba de su existencia.

Sonreía ella mirando el cucurucho, que devoraba ávidamente. Por lo pronto la pequeña bolita de limón que se encontraba primero, casi había desaparecido entre sus húmedos labios: "Era para refrescarse" había dicho. Luego, con un deleite sin igual comenzaba con el chocolate. Lo lamía y relamía, dándole forma de pelota. Después lo introducía dentro de su boca, atrás de sus carrillos, y allá dentro, lo chupaba. Seguro, pensaba él, ahora con la punta de su lengua le da a la corona del mismo. Regresaba el helado fuera de su boca y con delicadeza se secaba el exceso sus labios. Volvía a lamerlo y a introducirlo en su boca. Así hasta mostrar unos blancos dientes que comenzaban a morder con amor y fruición el cucurucho de dulce galleta. Toda esta operación la hacia con sus ojos entrecerrados, mostrando únicamente sus largas pestañas. Finalizado el helado, se secaba los labios y se iba. Dejando detrás una estela de calor, que el pobre heladero, sólo podía contener, abriendo la nevera y metiendo su cabeza en ella.


Tere Casas

de su libro "Partículas"
Marzo 2007